Marca un 20 de diciembre de 2023, es mediodía y reviso la red social “X” (antes Twitter) para ver cuáles eran las novedades de ese día en la actualidad del Valencia CF y del fútbol español, en un movimiento rutinario para tenerme informado. De repente, salta a mi vista un twit de un conocido periodista español con raíces ecuatoguineanas del cual ya me había leído su libro “INDOMABLE: Cuadernos del Fútbol Africano” en el que dejaba un enlace a las prelistas de las selecciones para la Copa de África de 2024. Hice ‘click’ y me puse a investigar, había cientos de nombres. En aras de facilitarme la búsqueda, pulsé “crtl + f” e introduje la palabra “spain”. Así podía indagar más a fondo la relación que podía tener la Copa África con España. En medio de todos los nombres de los equipos hice una cuenta: cincuenta y dos jugadores aportaba España y entre los clubes más curiosos estaban el Naxara, Soneja y Alcoyano.
Una bombilla se había encendido en mí: ¿el Soneja manda jugadores a la Copa África? Así es, luego se vio confirmado en las listas, el valenciano, aunque catalán de nacimiento por circunstancias futboleras, Aitor Embela, era uno de los integrantes de esta bonita historia que relaciona al fútbol con la humanidad.

Él es de Segorbe, es el menor de dos hermanos y tiene una familia muy relacionada con el deporte del balompié. Por circunstancias del fútbol ha pasado por muchos clubes y canteras a lo largo y ancho de la península ibérica como Villarreal, Málaga, CE Sabadell o CD Soneja -entre otros-. Su vida se basa en eso, en jugar al fútbol, porque si bien es cierto que a veces ha intentado trabajar al mismo tiempo que jugaba, entrenaba y se marchaba con la selección de Guinea Ecuatorial, el tiempo ni el trabajo le permitía abarcarlo todo. Por eso, a sus veintinueve años solo juega al fútbol, aunque en verano se dedica a formar futuribles jugadores en un Campus y una escuela de tecnificación de la mano de un grupo de entrenadores y jugadores llamados Goalgetters. También nos cuenta, que aunque le queda lejos el retiro, ya sabe lo que va a hacer, y es que se está preparando unas oposiciones para ser Policía Local.
Su historia es cuanto menos curiosa, y para ello hay que comenzar por el principio, y es que no se puede entender el fútbol sin la familia, la cual la define como “muy futbolera por las dos partes, tanto la materna como la paterna. En la materna mi abuelo era el portero de aquí de mi pueblo, de Segorbe. Y por la parte paterna, mi abuelo que era extremo y es el que viene de Guinea Ecuatorial, vino con una beca de estudios, se convirtió en controlador aéreo y jugó en el Sevilla Atlético. Luego mi padre y mi tío también jugaban a fútbol. Mi padre jugó de delantero, en el Valencia, Nastic, Málaga (entre otros). Y mi tío que era defensa central jugó en el Teruel, y por equipos de la zona de Valencia como en el (Olimpic) Xàtiva”.
Su carrera la comenzó “sin mucha presión” porque su padre ya lo había intentado con su hermano mayor, aunque sin mucho éxito. Nos cuenta, que a su hermano «sí que le metieron el fútbol por todos lados, pero no le gustaba«. Cuando fue su turno, el ambiente era más relajado, y que comenzó jugando en el equipo de su pueblo, sin un rol fijo: «un día era portero, otro jugador, según lo que hiciera mi hermano. Culo veo, culo quiero«, recuerda entre risas. Esa dualidad duró hasta que, en un amistoso contra el Villarreal, jugó una parte en cada posición. Tras el partido, un entrenador le preguntó si quería ir a probar con ellos. «¿De portero o de jugador?«, respondió Aitor. La elección estaba hecha: sería portero. Y así empezó todo, quedándose en el Villarreal hasta la categoría de Cadetes.
Cuando se le pregunta por su vínculo con Guinea Ecuatorial, no duda en señalar a su abuelo como el puente principal que lo conecta con sus raíces. Aunque su familia no vivió una realidad completamente guineana -su abuela es española-, las tradiciones nunca estuvieron del todo ausentes. “Cada vez que venía mi tía, cada vez que venían los primos, se notaba mucho el ambiente”, recuerda. Pero que el verdadero impacto llegó cuando visitó el país por primera vez, “yo pensaba que aquí tenía asimilado un 10%, pero al llegar allí fue todo mucho más extremo”, dice con una mezcla de asombro y cariño. Lo describe como una experiencia transformadora, un reencuentro emocional con los orígenes de su familia. “Fue mucho más bonito de ver, de reaccionar, de entender cómo vivía mi abuelo allí. Fue una locura”.
Aparte de jugar en España, lo curioso es que su apellido, por la trayectoria familiar, se ha mantenido siempre cercano a sus raíces y al fútbol del país natal de su abuelo, pues, su nombre comenzó a sonar en el entorno del fútbol guineano mucho antes de ser convocado con la absoluta. Escuchar “Embela” era motivo de peso: su padre, además de haber sido entrenador en España, también dirigió a la selección olímpica y a la sub-21 de Guinea Ecuatorial. “Yo tenía unos 16 años cuando él estaba allí, y claro, el apellido ya era conocido”. Gracias a esa conexión, su nombre empezó a aparecer en los radares de la federación. La oportunidad llegó poco antes de la Copa África de 2015. “Me llamó directamente el presidente de la federación para reunirse conmigo en Málaga, que era donde yo jugaba por entonces y querían saber si quería ir con ellos”.

La decisión no le tomó más de unos segundos, “tenía 18 años y era juvenil de segundo año. Ir a una Copa África… es que ni me lo planteaba, claro que quería”. En las primeras convocatorias, uno de los aspectos que más le marcó no tuvo tanto que ver con lo deportivo como con lo humano. Compartió vestuario con figuras consagradas como Javier Balboa o Emilio Nsue, referentes tanto dentro como fuera del campo para la población del pequeño país africano. “La gente piensa que los futbolistas profesionales viven en una nube, que están en su mundo… pero nada de eso. Al menos ellos no. Son de los más cercanos que he conocido”. De todos, su relación más estrecha ha sido con Emilio. “Desde que llegué, siempre ha estado. Para mí es el mejor capitán que he tenido. Se preocupa por todos, nos defiende, asume responsabilidades… Tiene un trato humano increíble”.
Aitor es un jugador, que hasta la fecha, suma tres convocatorias para la Copa África, aunque solo ha podido disputar dos. La edición de 2021, en plena época de restricciones por la pandemia, le dejó fuera en el último momento. “Hicimos una pre-concentración en Madrid, éramos pocos, unos diez jugadores. Estábamos haciendo una tarea de activación y me rompí el gemelo justo el día antes de viajar a Guinea”, recuerda con resignación. Oficialmente estuvo convocado, pero no llegó a viajar ni a participar en el torneo.
Tras la lesión de 2021, el regreso no tardó. En marzo, apenas dos meses después de la Copa, fue citado para unos amistosos en Portugal. A esas alturas, su presencia en las listas de la selección ya era habitual. “Desde 2015 prácticamente no he dejado de ir. No he sido un fijo al 100%, pero sí en un 80 o 90% de las convocatorias me llamaban”, explica.
Así, la convocatoria para la Copa de África de 2023 no le tomó del todo por sorpresa, aunque nunca se confía del todo. “Siempre tienes ese pensamiento de ‘¿y si no me llaman?’. Pero bueno, es que ir a una Copa de África es lo máximo… o lo era. Ahora el sueño es el Mundial, claro. Pero hasta hace poco, la Copa África era lo más grande para nosotros”. Y con razón: hasta no hace mucho, Guinea Ecuatorial solo había participado en la competición como país anfitrión. Clasificarse por méritos propios era, para muchos, algo impensable.

Ser internacional por Guinea Ecuatorial es un orgullo para él, pero también, en ocasiones, un obstáculo en su carrera en clubes españoles. “Parece mentira, pero sí me han puesto problemas”, admite. Y aunque entiende que los equipos se juegan mucho durante la temporada, la frustración no desaparece. “La liga no para, y claro, perder a tu portero titular durante diez días por ir con la selección, hay clubes que no lo ven viable”. De hecho, sin dar nombres por respeto, menciona un caso reciente en Valencia: “este año un club me denegó la posibilidad de fichar porque sabían que iba a perderme cuatro o cinco partidos en plena competición. Decían que no podían arriesgarse”. Esas decisiones, aunque comprensibles desde el punto de vista deportivo, duelen. “Lo entiendes, pero da rabia”, reconoce.
Por suerte, su experiencia en el Soneja ha sido muy distinta. El club le ha ofrecido un ambiente mucho más cercano y comprensivo. “Yo soy de al lado, de Segorbe, y conozco a gente de la directiva desde siempre. Mi padre era amigo de algunos de ellos”, cuenta. En ese entorno, su compromiso con la selección no ha sido motivo de conflicto. “Aquí lo entienden. Saben que para mí la selección es una pasión, y que si me llaman, no voy a decir que no. Nunca me han puesto un problema”.
Vistas las relaciones con el continente africano y su posibilidad de jugar en él, hubo acercamientos, aunque nada se llegó a concretar. “Hubo una época en la que entró un empresario con un proyecto interesante en un equipo de Guinea, y contactaron con varios de la selección para ir a jugar allí”. Aunque lo más curioso es que en otros países, las puertas se le han cerrado por burocracia, algo que en España no estamos acostumbrados. “Intentamos moverme sobre todo por el norte de África, pero hay muchas restricciones, especialmente con los porteros”, comenta.
A través de su padre –exentrenador y con experiencia en Marruecos, en el Atlético Tetuán– trató de llegar a clubes de ese país. Pero se encontró con una sorpresa desagradable: “Hay una ley que prohíbe fichar porteros extranjeros. Dicen que la selección tiene que contar con porteros formados en casa, así que esa posición es solo para jugadores nacionales”. Esa misma ley, como descubriría más tarde, también existe en países como Omán. “Mi padre estuvo allí y pasó lo mismo”.
En este punto de su carrera, la esencia también está en lo vivido con la selección, y es que esta tiene historias que se acumulan fuera del campo. Algunas divertidas, otras caóticas, pero todas inolvidables. Como aquella jornada de descanso en plena Copa África 2015, tras alcanzar las semifinales. El equipo se reunió en La Corisqueña, un restaurante frente al mar en una pequeña isla paradisíaca llamada Corisco. “Era nuestro sitio de concentración, con piscina, playa…”, recuerda con una sonrisa. El plan no era otro que desconectar: música, bailes, saltos al agua y ese ritual de grupo al que llaman “los toques”, donde cada jugador debe bailar delante del resto antes de lanzarse a la piscina. “Quizás contado no suena a mucho, pero el ambiente, la alegría… después de una semana de máxima tensión, es algo que no se olvida”.
Tampoco todas las anécdotas son tan idílicas. También están las pequeñas odiseas logísticas, aunque bien comenta que la federación ha mejorado de manera ostensible en este aspecto. Aun así recuerda la del viaje a Sudán del Sur en 2015, como un trayecto largo (Madrid, Estambul, Addis Abeba y finalmente Juba) que se complicó por completo cuando, se separó al equipo en dos vuelos y uno se llevó todos los visados. “Nos quedamos atrapados en el aeropuerto de Addis Abeba. Éramos solo jugadores y estuvimos allí sentados, esperando durante doce o trece horas sin saber si íbamos a volar al día siguiente o si teníamos que dormir allí”, cuenta. Al final, gracias a la intervención de la embajada, pudieron pasar la noche en un hotel y volar al día siguiente.
Y hay otras historias, que cuentan los veteranos del equipo. Como la que le contó su compañero y amigo Rui: “Jugábamos contra Madagascar y por problemas con las conexiones aéreas, llegaron al país una hora tarde del horario previsto para el partido”. El equipo aterrizó, bajó del avión, fue directo al estadio y jugaron cansados casi sin poder moverse.
Aunque a pesar de todo esto, vuelve a insistir en que las cosas están cambiando y mejorando con la Federación, especialmente en el tema de los viajes internacionales, algo que suele ser el tendón de Aquiles en el continente africano.