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[Juanjo Romero: Malos tiempos para la lírica]
Ha leído que el Nou Mestalla ya tiene financiación. Ha pensado que es una buena paradoja llamar a algo “Nou”cuando lleva 16 años parado. En ese solar jugaba a fútbol con sus amigos del barrio. Vivía en la avenida Burjassot, enfrente del cine Boston ahora reconvertido a gran bazar chino. El sino de los tiempos. Entre rastrojos, basuras y botellas rotas consiguieron encajar un par de porterías para emular, siempre que podían, a sus mitos con Mario Kempes siempre a la cabeza.
Llamar aquello porterías cuando eran dos piedras que hacían de postes imaginarios también era paradójico. Un balón viejo de cuero y poco más les servía para ser felices. Le ha podido la curiosidad y se ha acercado dando un paseo. El monstruo sigue igual. Han puesto unos carteles grandes con dibujos muy bonitos de como será el estadio y nombre de empresas que le suenan de la televisión. No se ve obreros, ni maquinas, ni camiones. Dicen que pronto llegarán. Cuestión de fe. Cuando supo que en ese solar iban a hacer el nuevo estadio de su Valencia se ilusionó como todo el barrio. Los vecinos veían una oportunidad de mejorar, hasta un nuevo pabellón habían prometido, a él le gustaba porque le hacía ilusión ver a su equipo allí donde el soñó con ser futbolista aunque nunca lo consiguió.
Con el paso de los años pensó que se iba a morir sin ver el estadio acabado. La llegada de Peter Lim le dejó frio. Y su gestión era, desde luego, lo menos parecido a lo que Salvo y compañía habían vendido. Pero a él, que seguía sacándose el pase aunque no iba a Mestalla desde que despidieron a Marcelino por ganar la Copa del Rey, le seguía intrigando la extraña fidelidad del valencianismo. Con el equipo en caída libre desde hace años y el descenso a segunda más cerca que lejos en las últimas temporadas, Mestalla, el de siempre, siempre se llenaba. Había oido en la radio que algunos dudaban que con el traslado al nuevo recinto cuando acabaran las obras que todavía no habían empezado los aficionados no iban a mantener su lealtad a los colores. Él lo tenía claro, se iba a seguir llenando. Ni la devaluación de la plantilla, ni la venta de los mejores jugadores, ni la ausencia de fútbol o jugadas que degustar por el, en teoría, exquisito paladar de Mestalla iba a ser suficiente motivo para que la afición reaccionara.
Ante todo lo ocurrido en el club la mayoría han optado por hacer suya la frase de la canción de Los Rodríguez “Diez años después” del inmenso disco “Palabras más, palabras menos” que dice “mejor dormir que soñar”. En el Valencia los sueños han desaparecido por impasibilidad. Esa es una realidad incuestionable. El espíritu crítico está dormido. La otrora exigente grada capaz de gritar a Arturo Tuzón “Arturo suelta los duros” ante la ausencia de fichajes, hacer dimitir a Paco Roig tras perder contra el Salamanca con su Valencia campió o abuchear a Jaume Orti tras quedar campeón de Liga ya no existe. Se ha instaurado en el ideario colectivo que hay que ayudar al equipo y que sólo se le ayuda llenando Mestalla. Nada de pañuelos, silbidos o bronca contra la propiedad. Nada de criticas.
En ese paisaje, que no llega a comprender quizás por su vertiente excesivamente cínica de la vida, su vieja ilusión por ver el nuevo campo donde él muchas veces celebró goles con su pandilla contra los chicos de Conchita Piquer ha aparecido de repente una palabra mágica que ha conseguido despertar su curiosidad. Oye en todas partes y a todas horas la palabra cronograma. Dentro de esa palabra habitan miles de obreros que desembarcaran de golpe para acabar el estadio, promesas, plazos e ingresos extraordinarios. A él que intenta llegar a la prórroga en su particular partido con la vida le suena todo, como le decía su abuelo cuando no se fiaba de algo, a un cuento chino.