Corría el minuto ciento veintitrés en el Ciutat de Valencia, todo parecía indicar que el Levante iba a volver a la primera división un año después de su descenso, con una grada enfervorecida con su equipo tras ver como Pepelu había estrellado un saque de falta en el larguero. Parecía que se había cerrado el partido, pero quedaba una ultima jugada. Un centro lateral que rechazaba bien la defensa levantinista, caía a pies de Javi López, jugador del Alavés, que en una especie de sombrerito-autopase intentaba acomodarse el balón para el disparo; en el intento de bloqueo saltaba Rober Pier, y, precisamente ese intento de acomodamiento nunca llegó a completarse, algo de por medio se había interpuesto.
Era una mano, sí. En el minuto ciento veintitrés con un ascenso en juego, una mano tan clara como involuntaria en área propia, había impedido que la jugada continuara su curso. De haber continuado la jugada, casi seguro habría acabado en un disparo fuera o bloqueado por la defensa, pero no, el fútbol decidió decantar la balanza del lado alavesista. No hablaré de justo o injusto, porque en ese caso, el otro equipo de la ciudad merecería una ‘orejona’ o haber llegado a alguna que otra final, el fútbol son sus circunstancias, y el que marque más goles es el justo vencedor.
Así pues, después de una larga revisión, se pitaba penalti a favor del conjunto vasco, que lo transformaba, el ‘trompetista’, Asier Villalibre, y dejaba muerto, en la orilla, a un equipo que había hecho todo por ascender, tanto en la fase regular de La Liga Hypermotion como en los play-off.
Tocaba levantar cabeza y seguir remando, ese verano hubieron salidas dolorosas, y, con una amplia reestructuración, se comenzaba, por segunda vez el proyecto de ascenso que no se daría tampoco en una segunda temporada. A mí, en la mente me queda la victoria del Cartagena en casa con un entrenador que a la postre sería ‘santo’.
Sí, hablo del mismo Julián Calero que llegó recitando aquello de ‘todo va a salir bien’ y salió, vaya si salió. En una temporada en la que se le ha puesto en el disparadero en varias ocasiones -con razón- y con una plantilla con un presupuesto muy encorsetado por las circunstancias económicas que asolan al club, ha conseguido sacar oro de lo que parecía ser cobre.
Lo ha conseguido dándole la vuelta a la moneda, con un distinto precio, esta vez sí, el ascenso. Cuando corrían los minutos finales del partido, un balón elevado que dejaba de pecho Carlos Espí, al otro Carlos, Álvarez, este lo domó y condujo por la frontal del área; despojándose de toda presión marcaba el tercero con un disparo lejano y ajustado que no podía alcanzar el guardameta del Burgos. Todo, en un contexto de partido en el que dependían de sí mismos y habían ido perdiendo hasta en dos ocasiones.
Y es que, así es el fútbol, un equipo renovado pero aprendido de las más duras derrotas consiguió que le saliera una dulce. Como una vez escuché a un periodista nacional hablar del PSG y su pase a la final de la Champions, hoy lo aplico al Levante: “las victorias más dulces son hijas bastardas de las derrotas más crueles”.